Una de las preguntas que me hicieron durante la entrevista del post del Quinto Aniversario del blog fue "¿Cuántas mujeres de rojo había?".
Aparte de la "intencionalidad" de la pregunta, lo cierto es que expliqué de una manera somera que realmente existía, y también una pequeña cronología de cómo había aparecido en mis viajes en tren...
Quizás, y tras dos años, en los que ese post está entre los más vistos del blog, y cómo ha capturado la imaginación de muchas de vosotras -y lo digo bien, vosotras, porque durante 2010 y 2011 algunas lectoras se acercaron a mí con diferentes prendas de vestir de color rojo, manifestando que las llevaban en honor al post- ha llegado el momento de retomar la historia desde el punto en que la dejé.
Así que aquí sigue la historia.
En septiembre de 2010 coincidió que -a diferencia de ocasiones anteriores, en otras aventuras profesionales, en las que bajaba en la Estación de Francia- yo debía bajar para ir a trabajar en la Estación de Sants, como ella también hacía; así que al principio, ella bajaba del tren con sus hijos, la perdía de vista, y habitualmente ya no la volvía a ver hasta el día siguiente.
Días más tarde coincidimos en la escalera mecánica, atravesamos las canceladoras de la estación, y nos dirigimos al metro; yo mantenía una distancia de unos 10 metros con ella y sus hijos, y le prestaba una atención que sólo puedo calificar de distraída, aún habiendo pasado pocos días de la publicación del post.
Días más tarde coincidimos en la escalera mecánica, atravesamos las canceladoras de la estación, y nos dirigimos al metro; yo mantenía una distancia de unos 10 metros con ella y sus hijos, y le prestaba una atención que sólo puedo calificar de distraída, aún habiendo pasado pocos días de la publicación del post.
Pero de repente algo captó poderosamente mi atención; y es que, como ya sabéis los que hayáis pasado alguna vez por la Estación de Sants, la entrada al Metro no está adaptada.
No hay ascensores.
No hay escalera mecánica de bajada.
Y lo más importante y más triste, no hay usuarios dispuestos a ayudar a una madre, con dos niños pequeños, cargada de mochilas y uno de ellos en sillita.
La vi como miraba a un lado y a otro, implorando ayuda con la mirada, mientras que los unos apretaban el paso y los otros fingían no haberla visto.
Pensé en mi pasado reciente como padre con niña en sillita y estaciones de Metro poco o nada adaptadas, lo canutas que las había pasado y la nula cooperación que -en general- exhibían quiénes pasaban a mi lado...
Apreté el paso y tomé resueltamente la parte inferior del cochecito, levantándolo, mientras le decía que la iba a ayudar
Ella me miró, agradecida.
A partir de aquel día, coincidiese o no el trayecto -pues había días que tomaba la L3, y otros la L5- y sin pensar en la prisa que yo pudiera tener, siempre me preocupé de ayudarla a bajar la escalera.
Poco a poco, fue dirigiéndose a mí, al principio de usted -muy decimonónico, por cierto- y también poco a poco me fue contando a qué se dedicaba y dónde trabajaba; y era muy cerca del Hospital de Sant Pau.
Hubo un momento -creo que fue en febrero- en que durante un par de semanas no llegamos coincidíamos, ya que tuve que coger el cercanías a una hora diferente; cuando volvimos a coincidir, ella me dijo dulcemente que se había preguntado durante ese tiempo qué me habría pasado, y que estaba contenta de verme de nuevo, lo que me sorprendió gratamente.
En alguna ocasión, también coincidí con ella en el viaje de vuelta a casa, y también, en alguna ocasión, vi a su marido, aunque con él no hablé nunca.
Debo decir que en aquella época, en pleno pre-duelo, encontrar a alguien que te sonría y te hable durante el trayecto matutino y con su conversación te distraiga de las miserias de la vida diaria es algo que, francamente, se agradece.
¿Y de qué hablábamos? De hijos, sobre todo. Los suyos eran más pequeños que las mías, y me sorprendía, por ejemplo, el rigor de ciertos ejercicios de matemáticas cronometrados con tiempo que hacía su hijo, que las mías nunca hicieron.
Hubo un momento -creo que fue en febrero- en que durante un par de semanas no llegamos coincidíamos, ya que tuve que coger el cercanías a una hora diferente; cuando volvimos a coincidir, ella me dijo dulcemente que se había preguntado durante ese tiempo qué me habría pasado, y que estaba contenta de verme de nuevo, lo que me sorprendió gratamente.
En alguna ocasión, también coincidí con ella en el viaje de vuelta a casa, y también, en alguna ocasión, vi a su marido, aunque con él no hablé nunca.
Debo decir que en aquella época, en pleno pre-duelo, encontrar a alguien que te sonría y te hable durante el trayecto matutino y con su conversación te distraiga de las miserias de la vida diaria es algo que, francamente, se agradece.
¿Y de qué hablábamos? De hijos, sobre todo. Los suyos eran más pequeños que las mías, y me sorprendía, por ejemplo, el rigor de ciertos ejercicios de matemáticas cronometrados con tiempo que hacía su hijo, que las mías nunca hicieron.
Durante un tiempo, sus hijos sabían cómo me llamaba yo -ellos me preguntaron y yo respondí- pero el nombre de ella seguía permaneciendo en el más absoluto de los misterios; la verdad, tampoco me atrevía a preguntarle.
Al final, el viernes 13 de mayo de 2011, por la mañana, ella empezó a tutearme y me dijo que se llamaba Celia; aquel día me dije que tal vez le gustaría saber que había escrito sobre ella.
Aquel día se produjo mi salida del proyecto en el que estaba trabajando.
No la he vuelto a ver nunca más.